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desde
donde llama con su mano amarilla y seca a los que van por el
borde, les
clava la mirada de sus ojos de búho, y cuando el vértigo
comienza a
desvanecer su cabeza, da un gran salto, se les agarra a los
pies y pugna
hasta despeñarlos en la sima... ¡Ah, maldita bruja! -exclamó
después de un
momento el pastor tendiendo el puño crispado hacia las rocas,
como
amenazándola-; ¡ah, maldita bruja!, muchas hiciste en vida y ni
aun muerta
hemos logrado que nos dejes en paz; pero no hay cuidado, que a
ti y a tu
endiablada raza de hechiceras os hemos de aplastar una a una,
como a
víboras.
-Por lo que veo -insistí, después que hubo concluido su
extravagante
imprecación-, está usted muy al corriente de las fechorías de
esa mujer.
Por ventura, ¿alcanzó usted a conocerla? Porque no me parece de
tanta edad
como para haber vivido en el tiempo en que las brujas andaban
todavía por
el mundo.
Al oír estas palabras el pastor, que caminaba delante de
mí para
mostrarme la senda, se detuvo un poco, y fijando en los míos
sus
asombrados ojos, como para conocer si me burlaba, exclamó con
un acento de
buena fe pasmosa: -¡Que no le parezco a usted de edad bastante
para
haberla conocido! Pues ¿y si yo le dijera que no hace aún tres
años
cabales que con estos mismos ojos, que se ha de comer la
tierra, la vi
caer por lo alto de ese derrumbadero, dejando en cada uno de
los peñascos
y de las zarzas un jirón de vestido o de carne, hasta que llegó
al fondo,
donde se quedó aplastada como un sapo que se coge debajo del
pie?
-Entonces -respondí asombrado a mi vez de la credulidad de
aquel
pobre hombre- daré crédito a lo que usted dice, sin objetar
palabra;
aunque a mí se me había figurado -añadí recalcando estas
últimas frases
para ver el efecto que le hacían- que todo eso de las brujas y
los
hechizos no eran sino antiguas y absurdas patrañas de las
aldeas.
-Eso dicen los señores de la ciudad, porque a ellos no les
molestan;
y, fundados en que todo es puro cuento, echaron a presidio a
algunos
infelices que nos hicieron un bien de caridad a la gente del
Somontano,
despeñando a esa mala mujer.
-¿Conque no cayó casualmente ella, sino que la hicieron
rodar que
quieras que no? ¡A ver, a ver! Cuénteme usted cómo pasó eso,
porque debe
de ser curioso -añadí, mostrando toda la credulidad y el
asombro
suficiente, para que el buen hombre no maliciase que sólo
quería
distraerme un rato oyendo sus sandeces; pues es de advertir que
hasta que
no me refirió los pormenores del suceso no hice memoria de que,
en efecto,
yo había leído en los periódicos de provincia una cosa
semejante. El
pastor, convencido, por las muestras de interés con que me
disponía a
escuchar su relato, de que yo no era uno de esos señores de la
ciudad,
dispuesto a tratar de majaderías su historia, levantó la mano
en dirección
a uno de los picachos de la cumbre, y comenzó así, señalándome
una de las
rocas que se destacaba oscura e imponente sobre el fondo gris
del cielo,
que el Sol, al ponerse tras las nubes, teñía de algunos
cambiantes
rojizos.
-¿Ve usted aquel cabezo alto, alto, que parece cortado a
pico y por
entre cuyas peñas crecen las aliagas y los zarzales? Me parece
que sucedió
ayer. Yo estaba algunos doscientos pasos camino atrás de donde
nos
encontramos en este momento: próximamente sería la misma hora,
cuando creí
escuchar unos alaridos distantes, y llantos e imprecaciones que
se
entremezclaban con voces varoniles y coléricas, que ya se oían
por un
lado, ya por otro, como de pastores que persiguen un lobo por
entre los
zarzales. El Sol, según digo, estaba al ponerse, y por detrás
de la altura
se descubría un jirón del cielo, rojo y encendido como la
grana, sobre el
que vi aparecer alta, seca y haraposa, semejante a un esqueleto
que se
escapa de su fosa, envuelto aún en los jirones del sudario, a
una vieja
horrible, en la que conocí a la tía Casca. La tía Casca era
famosa en
todos estos contornos, y me bastó distinguir sus greñas
blancuzcas que se
enredaban alrededor de su frente como culebras, sus formas
extravagantes,
su cuerpo encorvado y sus brazos disformes, que se destacaban
angulosos y
oscuros sobre el fondo de fuego del horizonte, para reconocer
en ella a la
bruja de Trasmoz. Al llegar ésta al borde del precipicio, se
detuvo un
instante sin saber qué partido tomar. Las voces de los que
parecían
perseguirla sonaban cada vez más cerca, y de cuando en cuando
se la veía
hacer una contorsión, encogerse o dar un brinco para evitar los
cantazos
que la arrojaban. Sin duda, no traía el bote de sus endiablados
untos,
porque, a traerlo, seguro que habría atravesado al vuelo la
cortadura,
dejando a sus perseguidores burlados y jadeantes como lebreles
que pierden
la pista. ¡Dios no lo quiso así, permitiendo que de una vez
pagara todas
sus maldades!... Llegaron los mozos que venían en su
seguimiento, y la
cumbre se coronó de gentes, éstos con piedras en las manos,
aquéllos con
garrotes, los de más allá con cuchillos. Entonces comenzó una
cosa
horrible. La vieja, ¡maldita hipocritona!, viéndose sin huida,
se arrojó
al suelo, se arrastró por la tierra besando los pies de los
unos,
abrazándose a las rodillas de los otros, implorando en su ayuda
a la
Virgen y a los santos, cuyos nombres sonaban en su condenada
boca como una
blasfemia. Pero los mozos, así hacían caso de sus lamentos como
yo de la
lluvia cuando estoy bajo techado. -Yo soy una pobre vieja que
no ha hecho
daño a nadie; no tengo hijos ni parientes que me vengan a
amparar:
¡perdonadme, tened compasión de mí! -aullaba la bruja; y uno de
los mozos,
que con la una mano la había asido de las greñas, mientras
tenía en la
otra la navaja que procuraba abrir con los dientes, le
contestaba rugiendo
de cólera: ¡Ah, bruja de Lucifer, ya es tarde para
lamentaciones, ya te
conocemos todos! -Tú hiciste un mal a mi mulo, que desde
entonces no quiso
probar bocado, y murió de hambre dejándome en la miseria! -
decía uno. -¡Tú
has hecho mal de ojo a mi hijo, y lo sacas de la cuna y lo
azotas por las
noches! -añadía el otro; y cada cual exclamaba por su lado: -¡
Tú has
echado una suerte a mi hermana! ¡Tú has ligado a mi novia! ¡Tú
has
emponzoñado la yerba! ¡Tú has embrujado al pueblo entero!
Yo permanecía inmóvil en el mismo punto en que me había
sorprendido
aquel clamoreo infernal, y no acertaba a mover pie ni mano,
pendiente del
resultado de aquella lucha.
La voz de la tía Casca, aguda y estridente, dominaba el
tumulto de
todas las otras voces que se reunían para acusarla, dándole en
el rostro
con sus delitos, y siempre gimiendo, siempre sollozando, seguía
poniendo a
Dios y a los santos patronos del lugar por testigos de su
inocencia.
Por último, viendo perdida toda esperanza, pidió como
última merced
que la dejasen un instante implorar del Cielo, antes de morir,
el perdón
de sus culpas, y, de rodillas al borde de la cortadura como
estaba, la
vieja inclinó la cabeza, juntó las manos y comenzó a murmurar
entre
dientes qué sé yo qué imprecaciones ininteligibles: palabras
que yo no
podía oír por la distancia que me separaba de ella, pero que ni
los mismos
que estaban a su lado lograron entender. Unos aseguraban que
hablaba en
latín, otros que en una lengua salvaje y desconocida, no
faltando quien
pudo comprender que en efecto rezaba, aunque diciendo las
oraciones al
revés, como es costumbre de estas malas mujeres.
En este punto se detuvo el pastor un momento, tendió a su
alrededor
una mirada, y prosiguió así:
-¿Siente usted este profundo silencio que reina en todo el
monte, que
no suena un guijarro, que no se mueve una hoja, que el aire
está inmóvil y
pesa sobre los hombros y parece que aplasta? ¿Ve usted esos
jirones de
niebla oscura que se deslizan poco a poco a lo largo de la
inmensa
pendiente del Moncayo, como si sus cavidades no bastaran a
contenerlos?
¿Los ve usted cómo se adelantan mudos y con lentitud, como una
legión [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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