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«-Sí, Señor Excelentísimo, sí, católico auditorio, aquellos
habitantes de las orillas del Nilo, aquellos ciegos cuya sabiduría
nos mandan admirar los autores impíos, adoraban el puerro, el
ajo, la cebolla». « Risum teneatis! Risum teneatis!», repetía
encarándose con el perro de San Roque, que estaba con la boca
abierta en el altar de enfrente. El perro no se reía.
Cerca de media hora estuvo abrumando a los Faraones y sus
súbditos con tales cuchufletas. «¿Dónde tenían la cabeza aquellos
hombres que adoraban tales inmundicias?»
Ronzal, Trabuco, que admiró aquel sermón, dos meses después
sacaba partido de las citas de Glocester en las discusiones del
Casino y decía:
«-Señores, lo que sostengo aquí y en todos los terrenos, es que
si proclamamos la libertad de cultos y el matrimonio civil, pronto
volveremos a la idolatría, y seremos como los antiguos egipcios,
adoradores de Isis y Busilis; una gata y un perro según creo».
El regente opinó, y con él toda la Territorial, que el señor
Mourelo, Arcediano, había estado a mayor altura que el señor
Obispo. Esto cundió por las tertulias, corrillos y paseos, y cuantos
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Leopoldo Alas, «Clarín»
pretendían pasar plaza de personas instruidas, lamentaron que no
hubiera más fondo en los sermones del prelado, que no se
preparase y que se prodigara tanto.
Al cabo, la opinión llegó a decir esto, aunque ya sin el visto
bueno de Glocester:
«-Que había que desengañarse; el verdadero predicador de
Vetusta era el Magistral».
Pronto fue tal opinión un lugar común, una frase hecha, y
desde entonces la fama del Obispo como orador se perdió
irremisiblemente. Cuando en Vetusta se decía algo por rutina, era
imposible que idea contraria prevaleciese.
Y así, fue en vano que en cierto sermón de Semana Santa
Fortunato estuviera sublime al describir la crucifixión de Cristo.
Era en la parroquia de San Isidro, un templo severo, grande; el
recinto estaba casi en tinieblas, tinieblas como reflejadas y
multiplicadas por los paños negros que cubrían altares, columnas
y paredes; sólo allá, en el tabernáculo, brillaban pálidos algunos
cirios largos y estrechos, lamiendo casi con la llama los pies del
Cristo, que goteaban sangre; el sudor pintado reflejaba la luz con
tonos de tristeza. El Obispo hablaba con una voz de trueno lejano,
sumido en la sombra del púlpito; sólo se veía de él, de vez en
cuando, un reflejo morado y una mano que se extendía sobre el
auditorio. Describía el crujir de los huesos del pecho del Señor al
relajar los verdugos las piernas del mártir, para que llegaran los
pies al madero en que iban a clavarlos. Jesús se encogía, todo el
cuerpo tendía a encaramarse, pero los verdugos forcejeaban; ellos
vencerían. «¡Dios mío! ¡Dios mío!», exclamaba el Justo, mientras
su cuerpo dislocado se rompía dentro con chasquidos sordos. Los
verdugos se irritaban contra la propia torpeza; no acababan de
clavar los pies... Sudaban jadeantes y maldicientes; su aliento
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La Regenta
manchaba el rostro de Jesús... «¡Y era un Dios! ¡El Dios único, el
Dios de ellos, el nuestro, el de todos! ¡Era Dios...!», gritaba
Fortunato horrorizado, con las manos crispadas, retrocediendo
hasta tropezar con la piedra fría del pilar, temblando ante una
visión, como si aquel aliento de los sayones hubiese tocado su
frente, y la cruz y Cristo estuvieran allí, suspendidos en la sombra
sobre el auditorio, en medio de la nave. La inmensa tristeza, el
horror infinito de la ingratitud del hombre matando a Dios,
absurdo de maldad, los sintió Fortunato en aquel momento, con
desconsuelo inefable, como si un universo de dolor pesara sobre
su corazón. Y su ademán, su voz, su palabra supieron decir lo
indecible, aquella pena. Él mismo, aunque de lejos, y como si se
tratara de otro, comprendió que estaba siendo sublime; pero esta
idea pasó como un relámpago, se olvidó de sí, y no quedó en la
Iglesia nadie que comprendiera y sintiera la elocuencia del
apóstol, a no ser algún niño de imaginación fuerte y fresca que
por vez primera oía la descripción de la escena del Calvario.
A las pausas elocuentes, cargadas de efectos patéticos, a que
obligaba al Obispo la fuerza de la emoción, contestaban abajo los
suspiros de ordenanza de las beatas, plebeyas y aldeanas, que eran
la mayoría del auditorio. Eran los sollozos indispensables de los
días de Pasión, los mismos que se exhalaban ante un sermón de
cura de aldea, mitad suspiros, mitad eructos de la vigilia.
Las señoras no suspiraban; miraban los devocionarios abiertos
y hasta pasaban hojas. Los inteligentes opinaban que el prelado
«se había descompuesto», tal vez se había perdido. «Aquello era
sacar el Cristo». El púlpito no era aquello. Glocester, desde un
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