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Despus, Calatrava entonó, acompandose del rasguear monótono de
la guitarra, una canción de insurrectos muy lnguida y triste. Una de las
coplas, que Calatrava cantaba en cubano, deca:
Pint a Matansa, confusa,
la playa de Viyam,
y no he podio pint
el nido de la lechusa,
Yo pint por donde crusa
un beyo ferrocarr,
un machete y un fus
y una lancha caoera,
y no pint la bandera
por la que voy a mor.
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La lucha por la vida II. Mala hierba
No saba Manuel por qu, pero aquella reunión de cosas incongruentes
que se citaban en el canto le produjo una tristeza enorme...
Afuera anocheca. A lo lejos la tierra azafranada brillaba con las
ltimas palpitaciones del sol, oculto en nubes encendidas como dragones
de fuego; alguna torre, algn rbol, alguna casucha miserable rompa la
lnea del horizonte, recta y monótona; el cielo hacia poniente se llenaba
de llamas.
Luego oscureció: fue ennegrecindose el campo, el sol se puso.
Por el puentecillo de tablas, tendido de una orilla a otra, pasaban
mujeres negruzcas, con fardeles de ropa bajo el brazo.
Manuel experimentaba una gran angustia. A lo lejos, de algn
merendero, llegaba el rasguear lejano de una guitarra.
Vidal salió del cobertizo.
-Ahora vengo -erijo.
Un momento... y se oyó un grito de desesperación. Todos se
levantaron.
-Ha sido Vidal? -preguntó la Flora.
-No s -dijo Calatrava, dejando la guitarra sobre la mesa.
Rumor de voces resonó hacia el ro. Se asomaron todos al balcón que
daba al Manzanares. En una de las islillas verdes dos hombres luchaban
a brazo partido. Uno de ellos era Vidal; se le conoca por el sombrero
cordobs blanco. La Flora, al conocerlo, dio un grito de terror; poco
despus los dos hombres se separaron y Vidal cayó a tierra, de bruces,
en silencio. El otro puso una rodilla sobre la espalda del cado y debió de
asestarle diez o doce pualadas. Luego se metió en el ro, llegó a la otra
orilla y desapareció.
Calatrava y Manuel se descolgaron por el barandado del cobertizo y se
acercaron por el puente de tablas hacia el islote.
Vidal estaba tendido boca abajo y un charco de sangre haba junto a
l. Tena clavada la navaja en el cuello, cerca de la nuca. Calatrava tiró
del mango, pero el arma deba de estar incrustada en las vrtebras.
Despus Marcos hizo dar al cuerpo media vuelta y le puso la mano en el
pecho sobre el corazón.
-Est muerto -dijo tranquilamente.
Manuel miró el cadver con horror; las ltimas claridades de la tarde
se reflejaban en los ojos, muy abiertos. Calatrava puso el cadver en la
misma posición que lo haba encontrado. Volvieron al merendero.
-Hala!, vmonos -dijo Marcos.
-Y Vidal? -preguntó la Flora.
-Ha espichado.
La Flora comenzó a chillar; pero Calatrava la agarró violentamente del
brazo y la hizo enmudecer.
-Vaya..., ahuecando -dijo, y con gran seriedad pagó la cuenta, cogió la
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Po Baroja
guitarra y salieron todos del merendero.
Haba oscurecido; a lo lejos, Madrid, de un plido color de cobre, se
destacaba en el cielo azul, melancólico y dulce, surcado en el poniente
por grandes fajas moradas y verdosas; las estrellas comenzaban a lucir
y a parpadear con languidez; el ro brillaba con reflejo de plata.
Pasaron silenciosos el puente de Toledo, cada uno entregado a sus
pensamientos y a sus temores. Al final del paseo de los Ocho Hilos
encontraron dos coches; Calatrava, la Aragonesa y la Flora entraron en
uno; la Justa y Manuel, en otro.
V
El calabozo del juzgado de guardia - Digresiones
La declaración
Al da siguiente de la muerte de su primo, Manuel compró con
ansiedad los periódicos; contaban todo lo pasado en el merendero; las
seas de cada uno de los comensales venan claras; se haba identificado
el cadver de Vidal, y se saba que el asesino era el Bizco, un pjaro de
cuenta, procesado por dos robos, lesiones y presunto autor de una
muerte cometida en el camino de Aravaca.
El pnico de la Justa y de Manuel fue grandsimo; teman que les
considerasen complicados en el crimen, que les llamasen a declarar; no
saban qu hacer.
Despus de pensar mucho decidieron como lo ms cuerdo mudarse de
casa e ir por los alrededores. Anduvieron la Justa y Manuel buscando
habitación, y la encontraron al fin en una casa de la calle de Galileo,
próxima al Tercer Depósito, en Vallehermoso.
La casa era barata, tres duros al mes; tena dos balcones que daban a
un descampado o solar donde tallaban los canteros grandes piedras.
Este solar hallbase limitado por una cerca de pedruscos sueltos, [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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