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americano compartía parte de su temor. Ya había volado otras veces, pero nunca antes al
extremo de una onda antigravedad.
No notaba resistencia en el aire. La fuerza que surgía del cinturón situado bajo el hábito
de Mareth creaba a su alrededor una cubierta protectora. Iban silenciosamente, a varios
centenares de metros por encima del suelo, y la velocidad llegaba a ser de varios
centenares de kilómetros a la hora.
Oscuramente pasaban bajo ellos los matorrales, el Limfjord relumbraba, las dunas
quedaron atrás y el mar del Norte rodaba en olas tocadas por los helados rayos de la
Luna en cuarto. Perdido en la noche y en su asombra, Lockridge se sobresaltó cuando
Inglaterra fue avistada... ¿tan pronto?
Atravesaron las tierras llanas de East Anglia_ Entre los campos de cultivo se erguían,
poblados de techos de bálago, y un castillo alzaba sus muros al lado de un río. Era un
sueño imposible que él siguiera prosaicamente a un brujo a través del aire en la misma
noche e en que el rey Enrique roncaba al lado de Ana Bolena, la pobre Ana cuya cabeza
rodaría bajo el hacha del verdugo en menos de un, año... y nadie la avisaría, pero su hija
yacía acurrucada en alguna parte del mismo palacio y su nombre era Elizabeth.
La extrañeza de todo esto se apoderó de Lockridge como en una visión, extrañeza no
sólo ante su propio destino, sino ante el misterio que era el de cada hombre.
Las tierras de cultivo dieron paso a las salvajes allí donde las islas se amontonaban a
lo largo de las lagunas y los cauces pantanosos, en los marjales de Lincolnshire.
Mareth descendió hacia el suelo. Las últimas frondas descoloridas se abrieron ante él y
aterrizó, atrayendo luego diestramente a los otros hacia sí. A la pálida luz del cielo,
Lockridge pudo distinguir una cabaña.
-Esta es mi base inglesa -dijo el Guardián-. El portal del tiempo se halla debajo.
Permanecerán aquí mientras reúno a mis hombres.
Tras la primitiva fachada, la cabaña era casi lujosa, con suelo de madera y artesonado,
amplio mobiliario y una buena biblioteca. La despensa y todos los demás artículos
provenientes del futuro se hallaban ocultos tras paneles basculantes, no había a la vista
nada que fuese demasiado extraño en este siglo. Un intruso podría haber notado cómo el
interior permanecía seco y a una temperatura uniforme en cualquier estación del año, sin
embargo, nadie se aventuraba hasta aquí. Los campesinos tenían sus supersticiones, la
nobleza era indiferente ante estos lugares.
Lockridge y Auri se alegraron sobremanera de este descanso. Eran humanos
corrientes y no obras maestras de una época que podía modificar a su agrado la herencia
para obtener cualquier forma deseada, y sus nervios, se habían ido sobrecargando hasta
aproximarse al punto de ruptura. Los dos días siguientes fueron pues un interludio de
sueño y nebulosos períodos de semiinconsciencia.
Sin embargo, a la tercera mañana, ella le buscó. El se hallaba sentado en un banco
fuera de la puerta, paladeando una pipa, pues aunque no llegaba a ser un vicioso había
llegado a notar falta del tabaco, por lo que se había regocijado de la anacrónica posesión
de este producto, junto con algunas pipas de arcilla, por parte de los Guardianes.
Y el tiempo había mejorado, el sol brillaba pálido entre los desnudos cauces. Una
bandada retrasada de ocas volaba hacia el sur, alta, formando una V, y sus graznidos
llegaban hasta él a través de un inmenso silencio, sonido lejano y errante.
Entonces oyó el ruido de sus pasos, levantó la vista y se asombró de su belleza.
No había habido tiempo, antes de este amodorrado interludio, de pensar en ella como
en otra cosa que en una niña que necesitaba toda la protección, que él pudiera brindarle,
pero en esta mañana ella había salido a un terreno pantanoso similar al de su hogar,
cubierta tan sólo por su cabello de color del maíz que le llegaba hasta la cintura, y se
sentía como nueva. Se dirigió hacia él con la gracia de un, cervatillo, con los ojos grandes
y azules en su pícara faz. Vio risas y asombro en sus labios y se puso de pie al tiempo
que notaba cómo su pulso se aceleraba.
-¡Oh, ven a ver! -gritó ella-. ¡He encontrado el más maravilloso de todos los botes!
-¡Buen Dios! -se atragantó Lockridge-. Ponte algunas ropas, muchacha.
-¿Por qué?, el aire es cálido -bailó ante él-. Lince, podemos salir a pescar, tenemos
todo el día a nuestra disposición, la Diosa está contenta, y tú ya debes estar
descansando. ¡Ven, vamos!
-Bueno..., bueno, ¿por qué no? Sí, pero a pesar de todo debes vestirte, ¿comprendes?
-Si tú lo quieres -extrañada pero obediente, ella recogió una muda de la cabaña y corrió
por los bosques delante suyo.
El esquife, atado al tocón de un árbol, le parecía a él simple, pero naturalmente para
Auri los botes eran los toscos redondos de cuero de su pueblo o bien canoas con los
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