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millones de periódicos para él. Y, mientras tanto, con una buena porción de sus ingresos
personales dedicada a ello, la «ironía» resulta demasiado cruel. Las miradas que me
dirige, por mi grado de responsabilidad, me dan escalofríos. Naturalmente, de los
norteamericanos era de quienes más esperaba, pero han sido precisamente ellos los que
más le han fallado. Su silencio es sepulcral, y parece ir en aumento, si es que el silencio
de las tumbas puede ir en aumento. Se niega a creer que las treinta y siete agencias estén
investigando con el suficiente ahínco y dedicando el suficiente tiempo, y les escribe, por
lo que deduzco, cartas furibundas preguntándoles para qué diablos creen que se les paga.
Pero ¿qué van a hacer los pobres?
-¿Qué van a hacer? Pues publicar las cartas furibundas. Al menos, eso rompería el
silencio. Y él pensaría que menos da una piedra.
Al parecer, esto sorprendió a la joven.
-Rayos, pues tienes razón -exclamó, pero luego lo pensó mejor-. No, se asustarían
porque, como sabes, garantizan que encuentran algo para todos. Afirman que es su punto
fuerte..., que hay para todos. Se niegan a admitir que han fallado.
-Hombre -dijo Bight-, si no consigue romper un cristal en algún sitio...
-Eso es lo que él creía que iba a hacer yo. Y yo lo pensé también -añadió Maud-. De
otro modo, no me hubiera lanzado. Lo hice por intuición, pero no valgo. Soy una
influencia fatal. No soy conductora.
Lo dijo con una sinceridad tan tremenda que en seguida captó la atención de su colega.
-Veamos -murmuró-. ¿Tienes una congoja secreta?
-Pues claro que tengo una congoja secreta.
Y Maud, rígida y un poco sombría, se quedó mirando su congoja queriendo evitar verse
tratada con demasiada desenvoltura, momento en el cual se levantó por fin el telón
dejando a la vista el escenario iluminado.
III
Más adelante, tras suceder algunas cosas no del todo ajenas a la cuestión, Maud habría
de mostrarse más abierta respecto a este tema. Una de ellas fue que su colega se quedó
hasta el final de la obra finlandesa y cuando salían, ya en el vestíbulo, Maud no pudo
zafarse y hubo de presentarle a Mortimer Marshal. Este caballero claramente la había
acechado y abordado y con la misma claridad había adivinado que su amigo pertenecía al
gremio, que tenía papel hasta en la médula. Cosa que sin duda tuvo algo que ver con su
espléndida propuesta de invitarlos a algún sitio a tomar el té. No vieron ellos razón para
no aceptar, tratándose de una aventura tan en su línea como cualquier otra; así que los
trasladó, en automóvil, a un club diminuto y refinado en el límite de Picadilly, donde ni
siquiera la presencia de ellos servía para contradecir la implicación de la exclusiva. La
ocasión toda venía a ser esencialmente, o eso les parecería a ellos, un tributo a sus
contactos profesionales, en especial, a aquellos que hacían que el anfitrión, en su
nerviosismo, estuviera azarado y trémulo, resollante y lánguido. A Maud Blandy se le
antojó ahora vano sacar al señor Marshal de su error, consistente en verla a ella, pese a
estar desmedrada e inédita -y nunca tan consciente como en aquellos momentos de
soborno de su inconductibilidad- como una representante de la profesión periodística
medianamente útil: error que trascendía, en su opinión, cualquier otra forma de
patetismo. En la decoración del salón de té predominaban las tonalidades verde pálido,
estético, en tanto que el líquido de las delicadas tazas poseía un tono ambarino denso y
potente, el pan y la mantequilla eran finos y dorados y los muffins constituyeron para
Maud la revelación de que padecía un hambre bárbara. En otras mesas había damas
acompañadas de otros caballeros: las damas lucían largas boas de plumas y sus
sombreros no eran de tipo canotier; los caballeros ostentaban cuellos duros más altos que
el de Howard Bight y la raya de su peinado era mucho más lateral. Se hablaba muy bajo y
había silencios que era tan obvio que no eran fruto de situaciones embarazosas que sólo
podían ser de seriedad; y el ambiente, un ambiente de distinción e intimidad, a ojos de
nuestra joven, parecía cargado de delicadezas dadas por descontado. De no haberla
acompañado Bight, Maud casi hubiera podido llegar a asustarse, tanto era lo que se le
brindaba a cambio de algo que ella no podía dar. Le rondaba la cabeza lo dicho por Bight
acerca de romper un cristal; poco después, todavía en la butaca del teatro, se había
preguntado si no habría alguna superficie frágil al alcance de su codo. Pero hubo de
admitir que sus codos, a pesar de su constitución física, carecían de la robustez necesaria,
y que, precisamente por eso, las condiciones en que se le presentaban los servicios que,
según creía, debía prestar, tenían el efecto de asustarla. Esto se manifestaba, sobre todo,
en la mirada calladamente insistente de Mortimer Marshal, que parecía estarle siempre
diciendo: «Ya sabes a qué me refiero, si bien mi refinamiento, (como el de todos los
presentes, ¿ves?), me impide decirlo a las claras. Es preciso que publiquen algo sobre mí
en alguna parte y, la verdad, con las oportunidades y facilidades de que disfrutas, no te
costaría nada, en fin... recompensar estas pequeñas atenciones».
El que Marshal viviera probablemente todos los días en el mismo estado de solícita
ansiedad, y se desviviera con exactamente la misma suprema delicadeza por obtener
pequeñas recompensas, era algo que apenas tranquilizaba a Maud, convencida como
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